
Obsequio sin igual
Encuentro
Lea los versos 12 y 13. ¿Qué distingue a este grupo de personas de las mencionadas en los versos anteriores? ¿Qué privilegios se les concede a los que reciben al Señor?
Aporte
Un pequeño destello de esperanza se asoma sobre el cuadro desalentador que presentaron los versos 10 y 11. En medio de un ambiente de indiferencia, Dios logra tocar la vida de algunos, suficientes como para emprender una aventura, cuyo objetivo es nada menos que la transformación de las naciones.
Podríamos sentirnos tentados a pensar que estos pocos pertenecen a una categoría más noble y comprometida que el resto de la humanidad. Tal noción queda completamente descartada por la explicación que agrega Juan a su declaración: «Pero a todos los que le recibieron, les dio el derecho de llegar a ser hijos de Dios, es decir, a los que creen en su nombre, que no nacieron de sangre, ni de la voluntad de la carne, ni de la voluntad del hombre, sino de Dios» (12–13).
Este es un excelente momento para que nos detengamos a saborear el privilegio que se nos ha otorgado, el derecho de llegar a ser hijos de Dios. Aunque comprender cabalmente lo que significa ser hijo de Dios puede tomarnos toda una vida, es una condición absolutamente indispensable para experimentar la plenitud a la que hemos sido llamados. Para entender esta verdad no necesitamos más que echar una pequeña mirada al hijo mayor en la parábola del «hijo pródigo». A pesar de que era hijo, vivía como empleado, esperando recibir en algún momento de su vida la recompensa por su fiel servicio. Lo triste es que su esfuerzo era absolutamente innecesario, pues no podía obtener lo que ya le pertenecía por herencia. ¡Qué trágico, estar trabajando por algo que ya es nuestro!
La desdicha de una vida de pobreza, a pesar de ser herederos de las riquezas del rey, es la que motivó a Pablo a orar con pasión por la iglesia en Éfeso: «Mi oración es que los ojos de vuestro corazón sean iluminados, para que sepáis cuál es la esperanza de su llamamiento, cuáles son las riquezas de la gloria de su herencia en los santos, y cuál es la extraordinaria grandeza de su poder para con nosotros los que creemos» (1:18–19). El hecho es que, si no son iluminados los ojos de nuestros corazones, viviremos una vida de derrota, excluidos de la victoria de Cristo, contemplando con desánimo el futuro cuando, en realidad, cada día trae consigo la promesa de increíbles aventuras espirituales para aquellos que están dispuestos a seguir al Señor.
Cuando me detengo a escuchar mi corazón, sé que existe en mí un profundo anhelo por vivir esta clase de vida. No obstante, las tinieblas continuamente amenazan con nublar mi visión. Por esto, debo hacer mía una y otra vez la oración de Pablo, y le animo a que ore en la misma dirección. No permita que el enemigo lo convenza de que usted es un pobre desdichado. Declare que es hijo y, como tal, heredero de los tesoros del Reino. Este es un derecho que Dios le ha dado a cada uno de sus hijos. Queda en nosotros ejercer cada día ese privilegio.